La hoja y la ola
Érase una vez, sobre la superficie de un vasto océano, una ola jovial y vanidosa que ansiaba destacar y diferenciarse del resto. Una tarde, escasos minutos antes del atardecer, se encontró con una hoja de platanero moribunda que flotaba errática sobre el manto azul.
—¿Qué te ocurre, bella y distinguida hoja? —preguntó la ola, preocupada por la frágil y marchita apariencia de esta.
—Nada por lo que sufrir, amiga mía; me he desprendido del árbol al que pertenecía y ahora debo perecer, desvanecerme.
—¡Oh, no puede ser! Yo puedo ayudarte a regresar a tu lugar, o por lo menos mecerte hasta la orilla —la ola oteó el entorno agitadamente en busca de posibles soluciones, no soportaba la idea de atestiguar como su nueva amiga se disolvía en la vastedad del mar. Por su parte, la hoja mantenía una calma solemne e insondable, todo su ser rebosaba paz y plenitud. —¿No te inquieta la idea de desaparecer para siempre? —continuó.
—¿A qué te refieres con desaparecer?
—Pues… Dejar de existir, dejar de ser.
—Creo que no eres consciente de la situación querida ola; para nada tengo la intención de dejar de ser. De hecho, no tengo voluntad ninguna en este momento, por lo que tampoco me acechan la frustración o el desamparo.
La ola enmudeció unos instantes ante aquella respuesta, no podía concebir semejante manera de pensar; su peor miedo era precisamente dejar de ser ola, había dedicado mayúsculos esfuerzos para definirse como tal. Decidió que intentaría salvar a la hoja llevándola de vuelta a tierra. Se encogió y se colocó cuidadosamente debajo de ella para poder sostenerla sobre su lomo y transportarla suavemente.
—Creo que la que no es consciente de la situación eres tú, amiga mía. Vas a morir si no regresas a tu árbol. Y yo no quiero que mueras, no voy a dejar que mueras.
La ola avanzaba decidida pero con delicadeza para no dañar a la hoja. Debía hacer frente al viento, pues se comenzaba a gestar una tormenta y la atmósfera se iba tornando gris y agitada; las nubes se cernían poco a poco sobre ellas y los rayos de sol adquirían una actitud cada vez más tímida y recatada.
La hoja no decía nada, se limitaba a observar. Encontraba entrañable la actitud de su nueva amiga, ya que distinguía la esencia que habitaba más allá de su ego. No obstante, también sentía cierta lástima por el miedo que cargaba a raíz de este, como una armadura reluciente y bella a la par que pesada y limitante.
La situación cambió cuando se toparon con un grupo de olas más grandes y poderosas. El agua fluía vigorosamente a través de ellas, formando remolinos y bucles que las mantenían íntegras. Se las veía soberbias y orgullosas, se notaba que habían recorrido mucho camino e invertido sendos esfuerzos para forjarse semejante imagen. Se trataba ni más ni menos que de las guardianas del Fin del Mundo, estas se encargaban de custodiar la frontera entre el océano y el rompiente. Eran las que habían llegado más lejos y se habían formado ciertas ideas de lo que había más allá. Lanzaron una mirada desdeñosa a la ola y a la hoja.
—¿Qué hace una ola tan ingenua en este lugar? —preguntó una de las guardianas. Normalmente, la ola no se habría atrevido a responder siquiera, pues más allá de su vanidad se escondían inseguridades y miedos que hasta ella misma desconocía. En cualquier otra situación en la que se hubiese visto intimidada, hubiera optado por mostrarse evitativa para transmitir la menor debilidad posible. Posteriormente, ya fuera de peligro y de cualquier juicio posible, habría buscado a alguna ola más débil con la que regocijarse y descargar parte de su frustración, perpetuando así las ponzoñosas ramificaciones del odio y el abuso. No obstante, en esa ocasión brotaba de su interior una fuerza hasta ahora desconocida que emanaba de la relación que había establecido con la hoja. Veía en ella una grandeza difícil de explicar, ya que pese a encontrarse en un estado de decadencia y adversidad, conseguía irradiar una luz intensa que le producía un profundo respeto. Una luz que no cegaba, sino que abrazaba.
—Estoy llevando a esta hoja moribunda de vuelta a tierra para salvarla de un destino fatal.
Las olas se miraron entre ellas y guardaron silencio un breve instante antes de echarse a reír. —¿Así que has encontrado una misión, eh? —dijó la guardiana. La ola no respondió, siguió avanzando abriéndose paso entre el grupo.
—Sólo quiero ayudar a mi amiga. —soltó, sin dejar de mirar al frente. Las guardianas pasaron a tener una mirada más atenta, incluso teñida de cierta admiración hacia la ola.
—Es peligroso avanzar más —replicó la guardiana. —Te enfrentas a la corriente final, aquella que te arrastrará inevitablemente hasta el rompeolas.
El ánimo de la ola dio un sobresalto. Asimiló repentinamente lo que suponía precipitarse contra la línea de la costa. Alzó la mirada y contempló por primera vez en su vida los acantilados punzantes de piedra oscura despuntando en el horizonte, verdugos gigantes aguardando a su siguiente víctima. Sobre ellos distinguió la silueta de varios árboles mecidos por el viento, cuyas hojas se iban desprendiendo y esparciendo por el paisaje. También presenció a decenas de olas impactar contra las paredes de roca, desapareciendo entre estallidos y salpicaduras. La estampa la horrorizó.
—¿Ves? Es aterrador, nadie debería ver esto. —sentenció la guardiana.
—Todo el mundo debería verlo. —replicó la hoja, rompiendo su silencio. —Es mejor vivir en la verdad que en el miedo. Pero eso no implica que debas lanzarte en este instante contra el rompiente. —dijo, dirigiéndose a la ola. —Nunca te he pedido que me lleves de vuelta a mí árbol, mas desde el primer momento en el que te preocupaste por mí supe que habías encontrado una motivación genuina, por lo que no me opuse a tus acciones. Sin embargo, llegados a este punto; no quiero que pongas en peligro tu integridad por mí. Por favor, te pido que desistas y des media vuelta.
—Pero si no te ayudo vas a desaparecer. —respondió la ola.
—Tal y como les sucede a todas las hojas y a todas las olas.
—Si es así, si todas nos abocamos al acantilado, ¿qué más da si decido encaminarme contigo hasta él?
—No sería lo natural, estarías acelerando tu proceso; y eso me dolería más que desvanecerme en estas aguas, lo cual ya tengo asumido.
—Nunca había hecho nada con tanta voluntad —dijo la ola. —Nunca me había sentido tan segura como en este día, conocerte me invita a conocerme.
—Entonces debes seguir explorando esa sensación, ¿o quieres ser engullida por el rompeolas el primer día que comienzas a saber quién eres? No sufras por mí, llevo toda una vida siendo alguien; y aunque al principio es mágico, al final llega a ser tedioso.
Una de las guardianas, al atestiguar lo que ocurría, se acercó a ellas ofreciéndoles una propuesta: podría tomar el relevo y transportar a la hoja hasta el acantilado para que pudiera volver junto a su árbol. De todas formas, ese mismo día iba a lanzarse contra el rompiente voluntariamente, era mayor y ya había saciado su curiosidad en lo que a los mares atañía; por lo que ahora estaba preparada para descubrir qué había más allá.
La hoja insistió en que no requería ser ayudada, pero las olas comenzaron a discutir sin prestarle auténtica atención; sólo se escuchaban a ellas mismas. Se pusieron a debatir sobre qué significaba ser ola, sobre el significado, el funcionamiento y la forma del rompeolas; sobre cómo debería actuar una buena ola, sobre lo profundo que podría llegar a ser el océano, etc. Entre aquellos discursos y argumentos iban fluyendo las aguas, todo seguía su curso en un devenir inexorable.
Las olas continuaron discutiendo a medida que la tormenta se cernía sobre ellas. La corriente empezó a hacerse más fuerte y la hoja se dio cuenta de que, si no se movían pronto, todas acabarían en el acantilado.
—Debéis marcharos si vuestra voluntad es evitar el rompeolas. —dijo la hoja. Las nubes se volvieron negras y los últimos rayos del día dieron paso a una fina línea anaranjada que se desdibujaba entre las tinieblas del horizonte. —orden en el caos, —continuó diciendo. —Ha sido hermoso habernos cruzado, pero os pido que no convirtáis mi realidad en tragedia; dejad que sea la suerte la que me meza en esta última danza. Permitidme ser, nada más.
Las guardianas, al ver que la tormenta se les echaba encima, comenzaron a replegarse y reorganizarse. Muchas dieron media vuelta movidas por algún tipo de sentido o significado, mientras que otras se encararon hacia los muros de piedra negra en busca de un alivio final. Sólo quedaron la hoja y la ola. Se pararon a mirarse durante un instante infinito, a lo largo de unos segundos que bien podrían haber sido días, siglos o milenios. La ola reflexionó y aceptó que debía dejar ir a su amiga, querer mantenerla era esencialmente un acto egoísta. Pero como querer seguir siendo lo que se cree ser acaba siendo el más egoísta de los actos, optó por soltar a la hoja, incluso con la pena que aquello implicaba.
La ola se impulsó en dirección opuesta a la de su amiga, la cual quedó suspendida entre las corrientes, a la merced de la incertidumbre. No ofrecía resistencia, se dejaba llevar. Se escuchaban truenos en la distancia y algún rayo teñía la escena con su luz repentina. Cruzaron miradas por última vez. El poco verde que quedaba en el centro de la hoja sucumbía lentamente a un marrón insustancial que se iba desvaneciendo a medida que era corroído por la humedad. La ola sintió un profundo desgarro en su interior al ver que su amiga era engullida por la inmensidad. Las corrientes la sometieron y sus restos desaparecieron entre la bruma de las olas que se proyectaban contra la pared de roca.
La ola lo había tenido todo, había conocido la vida y esta se había desvanecido como un sueño de verano. Se trataba de algo que no había experimentado jamás; hay quien lo llama amor. Rompió a llorar y pareciera que el océano entero compartiera su llanto.
Quedó absorta en un estado contemplativo, no encontró fuerzas para seguir huyendo y dejó de avanzar a contracorriente. Aquello provocó que, sin darse cuenta, acabase atrapada en los remolinos que conducían directamente al rompeolas. La pena la había inmovilizado por completo y cuándo volvió en sí ya era demasiado tarde, no tenía escapatoria posible. Le invadió el terror de dejar de ser ola. Se agitó y luchó inútilmente para zafarse de las garras de la muerte. Pero eso no era lo peor, no solamente iba a estrellarse contra el acantilado, sino que además estaba sola y el miedo la invadía. Se esforzaba por conservar su forma. Tragó agua y más agua, lo que provocó que su tamaño aumentase hasta convertirse en una ola gigantesca, más incluso que las guardianas. A medida que exteriormente se hacía más grande, internamente menguaba, víctima del pánico y la ansiedad. Los muros azabache se alzaban ante ella como catedrales góticas bañadas por la lluvia. Cuánto más crecía, más cerca estaba de las rocas; el desenlace era inevitable.
En medio de la desesperación creyó escuchar una voz, un susurro familiar en el viento.
—Deja de luchar, empieza a ser. —era su querida hoja, no había duda. Pero, ¿dónde estaba, de dónde venían sus palabras? se preguntó la ola. ¿Se lo estaba imaginando? ¿Había chocado ya contra el acantilado? Sea como fuere, sintió una calma inexplicable, esa actitud que había admirado en su amiga desde el primer momento en que la vio. Sentirla cerca le transmitió serenidad. Podía intuir que su soledad no era absoluta; y aunque tampoco tenía tiempo para preguntarse el porqué, la presencia parecía emanar de su interior, la llevaba consigo.
La ola alzó la mirada y contempló atónita a miles de hojas que se desprendían de sus árboles mecidas por la tempestad. Unos cuantos rayos de sol se colaron entre las nubes negras e iluminaron la escena. Tanto el cielo, la tierra y el mar cobraron vida; pelícanos y gaviotas danzaban en círculos alrededor de la columna de pétalos levitantes, los arbustos del acantilado se tiñeron con el dorado de un atardecer irreal, una pareja de enamorados estaba sentada contemplando aquel espectáculo sin parangón junto a un viejo sauce; las olas se transformaban en explosiones de partículas que humedecían la roca y un grupo de delfines asomaba en la distancia, brincando sobre la superficie, riendo.
Una de las hojas que levitaba en el aire recibió el impacto directo de un rayo de luz. Era una entre muchas, especial como el resto. La ola creyó reconocer a su amiga, estaba allí, se habían reencontrado.
—Formas parte.
—¿Lo entiendes ahora?
—Estás aquí.
—Estás aquí.
—Estamos aquí.
La ola impactó contra el rompeolas en compañía de su hoja. Miles de diminutas gotas saltaron por los aires y quedaron en suspensión, entremezcladas con fragmentos de hojuelas. La brisa las transportó y las esparció por doquier; algunos trozos se colaron entre las rocas, otros se depositaron en playas lejanas, otros pasaron a formar parte de las olas. También están los que ascendieron más allá de las nubes, aferrándose a las luces de un nuevo amanecer y se convirtieron en la lluvia que regaba los árboles del acantilado.
—Y es que tú no eres una ola, tú eres el mar.
—Y tú más que hoja, eres el bosque.
—Y el bosque es el mar.
—Y somos…
—Somos…
—Eternidad.
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